Articolo tratto da El Mundo scritto da Javier Serra, direttore di Mas alla e autore dei libri La cena segreta e Le porte dei Templari.
EL MUNDO / UVE / LUNES 31 DE JULIO DE 2006
Por Javier Sierra
E N I G M A S
HISTORIAS SECRETAS...
Cristóbal Colón se creyó predestinado a cambiar la Historia. Quiso encontrar la ruta a tierras ricas en oro con las que financiar una cruzada que conquistara Jerusalén en el año 1500. Pero la muerte en 1492 del papa que diseñó aquel plan trastocó sus planes.
Tuve que leer dos veces aquella frase para convencerme de que era real. Me froté los ojos, incrédulo, y le eché un tercer vistazo. ¿Cómo era posible que en cinco siglos nadie hubiera reparado en aquello?
Frente a mí, en el corredor izquierdo de la imponente basílica de San Pedro, en Roma, el monumento funerario de Inocencio VIII mostraba orgulloso una sentencia profundamente anacrónica: Novi orbis suo aevo inventi gloria. «Suya es la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo».
Inocencio VIII, genovés, de nombre secular Giovanni Battista Cybo, dirigió el rumbo de la Iglesia entre 1484 y finales de julio de 1492. Falleció de fuertes dolores abdominales y fiebres una semana antes de que Cristóbal Colón zarpara del puerto de Palos, el 3 de agosto de aquel año. Así pues, ¿cómo era posible que su epitafio en mármol negro, expuesto a los ojos de todo el mundo, asegurara que el mérito del descubrimiento de América fue suyo?
Ahí, definitivamente, había un misterio que investigar.
Llegué a él gracias a las observaciones que Ruggero Marino (1), periodista de Il Tempo de Roma, publicó en 1997 en un librito titulado Cristoforo Colombo e il Papa tradito. Marino se obsesionó tanto con aquel asunto que compartió sus pesquisas con cuantos quisieran escucharlo. Y yo, naturalmente, fui uno de ellos.
Aquel no era un misterio cualquiera, vacuo, sino uno inscrito en la tumba funeraria de un papa que, curiosamente, contiene otro extraño error. En efecto: bajo la imagen triunfante del pontífice se lee Obit an. D.ni MCDXCIII. Muerto en 1493. ¿Un nuevo e inexplicable malentendido? En 1493 ya era papa el español Alejandro VI, Rodrigo Borgia, y su gobierno impulsó como ninguno las aspiraciones de los Reyes Católicos en América. ¿Quién, entonces, y por qué, quiso borrar un hecho así del lugar de eterno descanso de un Santo Padre?
UN EPITAFIO REVELADOR. «Tal vez el misterio de esa tumba y, de paso, del que rodeó la empresa de Cristóbal Colón se entienda mejor si se estudian las obsesiones del papa Cybo». Ruggero Marino, con quien me reuní por última vez el pasado mes de febrero en Madrid, no dejó que le preguntara por las angustias pontificias. Se adelantó a mis deseos: «En el verano de 1490 –me explicó–, Inocencio VIII estaba preocupado por el imparable avance de los musulmanes en el Mediterráneo. Constantinopla había caído en sus manos en 1453. En 1480, mucho más cerca de Roma, en Otranto, en el tacón de Italia, los turcos habían degollado a 800 cristianos en una playa. Había que poner freno a sus avances, y la única fórmula efectiva era una cruzada que neutralizase al
enemigo y reconquistase Tierra Santa».
«Pero en 1490 no se organizó ninguna cruzada», objeté. «En realidad, sí», replicó.
«Inocencio diseñó un plan que dividía Europa en tres grandes ejércitos: uno a cargo de los Estados Pontificios, otro que agruparía a Hungría, Germania y Polonia, y un tercero con el concurso de España, Francia e Inglaterra. Pero la muerte del rey de Hungría echó al traste su proyecto».
Su ‘Libro de profecías’ desgrana el perfil de un hombre erudito, un fanático coleccionista de citas bíblicas
Según Ruggero Marino, tras aquel contratiempo Inocencio no abandonó su propósito, y ocupó sus siguientes dos años en organizar las finanzas con las que poner enmarcha su reconquista de Jerusalén. Necesitaba oro, y mucho. ¿Pero de dónde iba a sacarlo? ¿Y con la ayuda de quién?
Es en ese escenario en el que aparece el futuro Almirante de la Mar Océana. Según apunta Marino en su último ensayo, Cristóforo Colombo, l’ultimo dei templari (que el próximo octubre publicará la editorial Obelisco en España), el Papa acudió a otro genovés para recaudar las finanzas necesarias con las que pagar la cruzada.
Un genovés, como él, imbuido de su mismo espíritu mesiánico, y convencido de servir a un propósito superior. «En el ambiente de la época, flotaba la idea de que el inminente Año Jubileo de 1500 sería el momento perfecto para tomar los Santos Lugares.
Y es probable que Inocencio viera en Colón al hombre ideal para semejante empresa», asegura Marino.
De acuerdo con su tesis, fue el propio papa Cybo, el mismo que había dado el nombre de católicos a los reyes de Castilla y Aragón, el que abrió a Colón el camino hasta los monarcas españoles y favoreció la hazaña del Descubrimiento. «Visto así», sonríe, «el epitafio del Inocencio VIII cobra pleno sentido. ¿No crees?»
Pero Marino guardaba aún un as en la manga: «Sé que lo que voy a decirte es polémico», advirtió. «Pero creo poder demostrar que la razón por la que el Papa confió en Colón para este empeño fue porque ambos estaban emparentados.
Colón pudo ser un hijo ilegítimo de Cybo». La sorpresa me paralizó.
«Varios elementos apuntan en esa dirección. Por ejemplo, el desconcertante parecido físico que existe entre ciertos retratos antiguos de Colón y los poquísimos del papa Inocencio que conservamos. Además, este papa fue de ascendencia judía, sobrino de sarracena y de abuela musulmana. De ser descendiente suyo, Colón tuvo, sin duda, fundados motivos para ocultar sus raíces, como así hizo». Y añade: «Esto también explica por qué embarcaron tantos genoveses en el primer viaje de Colón. Y por qué bautizaron como Cuba la primera tierra que pisaron. Aunque parezca de origen indígena, ese vocablo deriva de Cybo, el apellido secular del Papa que a su vez procede de Cubos o Cubus.»
LAS PROFECÍAS DEL ALMIRANTE. «Entonces, ¿en qué quedó el proyecto de cruzada del Papa Cybo?», acierto a preguntarle, atónito ante sus revelaciones.
«La respuesta debes buscarla en la Biblioteca Colombina, en Sevilla», dice sonriendo de oreja a oreja. «Allí se conserva el único libro de puño y letra de Colón que ha llegado a nuestras manos: su Libro de profecías. Investígalo».
Lo confieso. Aquella tarde de febrero, Ruggero Marino abrió para mí una auténtica caja de Pandora. La Biblioteca Colombina, que se encuentra dentro de los Archivos Colombinos de la Catedral de Sevilla, custodia hoy esa joya bibliográfica encuadernada en pergamino, de 70 hojas –originalmente fueron 84–, escrita por Colón. Su contenido, en efecto, despejó algunas de mis dudas.
Una de sus primeras frases definía su contenido y daba la razón a la visión cruzada de Marino: «Comienza el libro o colección de autoridades, dichos, sentencias y profecías acerca de la recuperación de la Santa Ciudad y del monte de Dios, Sión, y acerca de la invención y conversión de las islas de la India y de todas las gentes y naciones a nuestros reyes hispanos».
Este texto, que inexplicablemente no se publicó jamás hasta 1984, y que aún hoy es muy difícil de encontrar, muestra un retrato del almirante inédito. O mejor aún: su autorretrato como cruzado. Su Libro de profecías desgrana el perfil de un hombre erudito, un fanático coleccionista de citas bíblicas que según él prefiguraban su propia gesta, convencido de la importante misión que el destino había puesto en sus manos.
Quizá por eso firmó todas sus cartas con el misterioso anagrama Christo Ferens, que es la forma grecolatina de Cristóbal, y que significa Portador de Cristo. Y, sin duda, llevado por ese espíritu de conquista, cosió tres enormes cruces templarias en los velámenes de las naos de su primer viaje. «A fin de cuentas», me explicó Ruggero, «Colón zarpó de las playas onubenses sintiéndose tan cruzado como aquellos caballeros del Temple que se hicieron con el corazón de Jerusalén tres siglos antes».
Mi encuentro con Ruggero me dejó sólo una duda. Un interrogante enorme y de graves consecuencias históricas: ¿De dónde sacaron Colón y el papa Cybo la certeza de que más allá de las Columnas de Hércules iban a encontrar la ruta hacia el oro que necesitaban?
La búsqueda de respuesta a esta incógnita terminó llevándome muy lejos. Precisamente, a la vieja Constantinopla. Pero esa es una historia que contaré en su momento. Tal vez mañana.
(1) Ruggero Marino. Cristóbal Colón, el último templario. Obelisco. Madrid, 2006.
Mariano F. Urresti. Colón, el almirante sin rostro. Edaf, Madrid, 2006.
Enlaces. Libro de profecías, en Internet: https://www.bcngrafics.com/xpoferens/
Mañana... La cruzada prohibida (2)